Queridos lectores, permítanme llevarlos al teatro del absurdo, donde el escenario no es otro que la escena política mexicana. Aquí, en un acto de diplomacia avanzada, Claudia Sheinbaum, flamante presidenta de México, decidió que la etiqueta y el protocolo son más flexibles que un chicle de menta en pleno verano. Con gran astucia, se lanzó la «gran» idea de no invitar al rey Felipe de España, porque, en su mundo paralelo, la realeza no importa. Al fin y al cabo, ¿qué es un rey, sino una figura decorativa? Una especie de adorno que ya caducó, como las series de televisión que nadie ve.
Eso sí, el argumento oficial fue impecable: “Solo se invitan presidentes”. Por supuesto, lo que no mencionaron es que ese detalle podría chocar un poquito con el sistema político de España. ¿Qué es una monarquía parlamentaria, después de todo? ¿Una ocurrencia del pasado? ¿Un hobby colectivo de los españoles? Tal vez es como una de esas reliquias que guardas por nostalgia, pero ya no usas porque «modernidad». Claro, porque en México, tenemos clarísimo cómo funcionan esos sistemas de gobierno ajenos, pero invitar a quien realmente representa a España… ¡no, qué va! Mejor no. Ya saben, no vayamos a incomodar a alguien con exceso de coronas y títulos.
A todo esto, uno no puede evitar recordar a Benito Juárez, figura invocada hasta el cansancio por el actual presidente. “El respeto al derecho ajeno es la paz”, nos repiten como si fuera un mantra milagroso. Pero, curiosamente, esa paz se les olvidó cuando decidieron darle una patada diplomática al mismísimo Rey de España. ¡Vaya respeto!
No me malinterpreten. Yo no soy defensor de la monarquía, ni mucho menos. Pero, si la familia real española sigue siendo parte del sistema político de su país, ¿quiénes somos nosotros para decirles cómo manejar su historia? Es como si viniera alguien a decirnos que nuestros mariachis ya no deberían cantar porque… bueno, porque no están de moda.
Y, por si no fuera suficiente este desliz, lo peor del asunto es la cantidad de «intelectuales» que se lanzan a justificar esta metida de pata. Personas que, en teoría, deberían entender algo llamado «protocolo». ¡Ah, el protocolo! Esa cosa misteriosa que parece ser un simple detalle, pero que puede convertir una cena diplomática en un desastre. Pero no, en lugar de corregir la situación, estos internacionalistas de escritorio prefieren avivar las llamas de la polémica. Porque, claro, ¿qué es más fácil que aceptar que uno cometió un error? Echarle más leña al fuego, por supuesto. Así funciona.
En el fondo, uno solo puede compadecerse de Claudia. Porque, rodeada de tanta gente que le aplaude hasta los tropiezos, ¿cómo podría ella saber que está caminando directo a una caída diplomática monumental? Si todos los días te dicen que eres perfecta, incluso cuando te saltas el protocolo más básico, ¿quién podría culparte?
Así que aquí estamos, viendo cómo la diplomacia mexicana se transforma en un espectáculo de circo, con malabaristas intelectuales que lanzan excusas y académicos en silencio, porque criticar está mal, pero justificar errores parece ser la norma. Y mientras tanto, seguimos repitiendo como loros aquello de «el respeto al derecho ajeno», aunque claramente solo se aplica cuando nos conviene.
«De cartas y conquistas: cuando la diplomacia parece terapia no resuelta»
Y por si pensabas que esto no podía volverse más surrealista, viene la joya de la corona: todo este desaire al Rey Felipe tiene raíces en una carta que López Obrador envió en 2019, exigiendo una disculpa por la conquista de México.
Sí, en pleno siglo XXI, parece que la diplomacia mexicana está atrapada en una máquina del tiempo, reclamando por actos de hace más de 500 años. Pero claro, lo preocupante no es que la respuesta del Rey no haya llegado, lo verdaderamente inquietante es que alguien en 2024 aún esté esperando esa disculpa, como si fuera la clave para todos nuestros problemas.
Si en lugar de seguir reviviendo fantasmas del pasado, nos tomáramos un minuto para reflexionar, quizás nos daríamos cuenta de que lo que realmente necesitamos es una disculpa colectiva por no estar abordando nuestras prioridades actuales, como la crisis de seguridad o la salud mental.
Pero no, aquí seguimos, disfrazando nuestras propias inseguridades y traumas con discursos grandilocuentes sobre la historia, cuando lo que urge es sentarnos y revisar en serio cómo llegamos hasta aquí.